domingo, 13 de diciembre de 2009

Viaje a la ciudadanía de Nueva York

De otra manera, pero yo ya había estado otras veces en la isla de las calles numeradas, gracias a la meta literatura de García Lorca o Muñoz Molina, entre otros escritores; sí, de otra manera yo ya había sobrevolado “el bosque ilimitado de las arquitectura de Manhattan” (1), y, había observado cómo “la aurora de Nueva York gime/ por las inmensas escaleras buscando entre las aristas nardos de angustia dibujada” (2). Y aunque este viaje profesional era mi primera estancia real en la ciudad de los rascacielos, quizá nada comparable como la idea figurada y las estampas que me había forjado desde la literatura y el cine; y en las que apenas me he detenido, porque esta vez me interesaban la cara y los gestos de sus habitantes. “La mujer gorda, enemiga de la luna/ corría por las calles…” “Los negros lloraban confundidos/ entre paraguas y soles de oro…” (2). Esta vez me interesaban las personas, igual que cuando visito una casa apenas me fijo en la decoración, sino en cómo hacen uso sus moradores de las distintas estancias y dan sentido al conjunto que habitan.

Por esta razón durante este viaje he querido ver la sorpresa y la cotidianidad en los ojos; el juego de las manos mientras sujetan los vasos de cartón con tapa de donde beben el café o el cacao de la mañana mientras conducen o caminan; las plegarias (que nadie se detiene a escuchar) de los huelguistas o de los que apostados en mesas petitorias recaudan fondos para los sin-techos; las enormes ratas hinchables a las puertas de los morosos; el quehacer de los repartidores hispanos y las camareras de los cafés que te dicen “buenos días” en español antes que tú trates de hablar un inglés absurdo; o el gesto acostumbrado a ser sencillo de los taxistas de origen asiático o afro…; todos envueltos en ese aroma de humildad que esta ciudad te obliga a asumir, quizá porque en Manhattan todo el mundo, por muy destacado que sea, se ve pequeño, disminuido (ay, de las señoras por la 5ª Avenida con sus vestidos, sus bolsos y andares de miles de dólares) porque en esta isla tan alta, especialmente, te das cuenta que no eres nadie, quizá un ciudadano más en medio de la enormidad. Y también esa comprensión amable con el que llega de fuera, con el turista y el que no lo es, en una ciudad en la que todo el mundo parece ser de fuera, como si nadie viviera o trabajase detrás de los millones de ventanas, y toda esta isla cuadriculada y edificios de cristal y acero, solamente fueran un gran decorado en el que millones de actores representasen un papel, un ficción, veinte cuatro horas al día, cada semana, cada mes, cada año, siempre. “No es extraño este sitio para la danza. Yo lo digo” (2).

Y ya fuera de Manhattan, los cánticos espirituales en Queens; las zapatillas colgadas en los cables que cruzan las fachadas de las calles del Bronx donde crecen los héroes populares del enfrentamiento con un Sistema que bajo el paraguas de la libertad máxima ha ido forjando todo un conglomerado de normas y regulaciones sociales, políticas, morales…, que llegan asfixiar. Y en el barrio judío las esposas tan jóvenes cargadas de hijos pequeños, con sus pelucas y ese gesto hacia abajo que nos impide verle los ojos y preguntarles si son felices; y las gruesas gafas de los hombres por la obligación de leer y memorizar una doctrina. Y las casas de cine al otro lado del río, sin rejas y jardines cuidadosamente decorados, esas casas con sus paredes de cartón-piedra y sus ventanas de madera…; y el estadio de los Yanquis, y el barrio hindú, y Chinatown, y, el gran barrio latino y el milagro de nuestra lengua como una gran cúpula cubriendo todo el estado de Nueva York: millones de personas comunicándose en español con decenas de hablas y acentos, configurando ese gran milagro que es el español latinoamericano como fenómeno cultural y social, abierto a ser compañero y colaborador del individuo en su mundo cotidiano, sin más, e imparable; tan lejos de Castilla.


Y los musicales. Quienes saben de mi afición por los musicales (un centenar de LP´s, cientos de CD´s, decenas de DVD´s; libros, revistas, programas…) estar en Broadway me ha permitido verle la cara a sus luminosos, ver una función en el mítico Radio City y sus rockettes (una veintena de bailarinas ejercitando al unísono las más completas coreografías) y comprobar que las risas enlatadas de las series de televisión son una impostura creada por los teóricos del show-bussines. En el país que inventó el Music Hall, la gente va a los teatros como quien va a los centros de reuniones (religiosos, sociales, deportivos), esto es, a ser también parte protagonista de algo propio; porque en los teatros de Broadway es tan protagonista lo que sucede en la escena como el público de la sala; quizá como una metáfora de lo que es Nueva York: estar sin ser visto; como yo había estado ya en esta isla, antes de esta vez. “Yo estaba en la terraza con la luna./ Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche./ En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos/ y en las brisas de largos remos / golpeaban los cimientos cristales del Broadway.” (2).

Si hubiera algún lector, mi agradecimiento por su tiempo.
VALE. David Cáceres.


Notas:
1.-Muñoz Molina, Antonio. Ventanas de Manhattan, Seix Barral, Madrid, 2004.
2.-García Lorca, F. Poeta en Nueva York (1929-1930), Ediciones Cátedra, Madrid, 1992.
Viaje a Nueva York gentileza de VIVA TOURS y SeeUSAtours.

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